La Dieta Mediterránea es una valiosa herencia cultural que representa mucho más que una simple pauta nutricional, rica y saludable. Es un estilo de vida equilibrado que recoge recetas, formas de cocinar, celebraciones, costumbres, productos típicos y actividades humanas diversas. La UNESCO la reconoció como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2013.

Las primeras referencias científicas a una dieta mediterránea son del año 1948, cuando el epidemiólogo Leland G. Allbaugh estudió el modo de vida de los habitantes de la isla de Creta y, entre otros aspectos, comparó su alimentación con la de Grecia y EE. UU. Poco después, el fisiólogo estadounidense Ancel Keys dirigió un estudio sobre las enfermedades coronarias, el colesterol de la sangre y el estilo de vida de siete países (Países Bajos, Finlandia, EE. UU., Japón, Yugoslavia, Italia y Grecia) consolidando la idea de dieta mediterránea. Keys y sus colaboradores apreciaron que la incidencia de las enfermedades coronarias era menor en las zonas rurales del sur de Europa y en Japón. Sospecharon que había un factor protector en el estilo de vida, que etiquetaron como «estilo mediterráneo» (mediterranean way), y al que describieron como «muy activo físicamente (por la escasa mecanización del agro), frugal, y con una ingestión predominante de productos vegetales y reducida en productos de origen animal”. El mayor consumo de productos ricos en ácidos grasos monoinsaturados (“grasas buenas”) presentes en el aceite de oliva, el pescado, en especial pescado azul, y el consumo moderado de vino tinto también tienen su papel en los beneficios de la dieta mediterránea.

Esta dieta está asociada a menor índice de obesidad abdominal (la grasa que acumulamos en el abdomen, y que está relacionada con riesgo de diabetes, hipertensión, infarto y accidente cerebrovascular). También mejora el desarrollo embrionario y fetal, y disminuye los problemas disovulatorios y de infertilidad.

Lo cierto es que esta dieta es un modelo más que una realidad, pues la alimentación en los países mediterráneos no era igual para todos ni para todas las comarcas dentro de cada uno de ellos: en las zonas costeras se comía mucho pescado fresco, no así en las de interior, y según el clima las frutas y verduras era más o menos accesibles en distintos momentos del año…

En España, por ejemplo, en los años 70 aumentó de forma notable la producción de aceite de oliva pero debido a que su exportación permitía una obtención rápida de divisas, internamente se fomentaba el consumo de aceite de soja y de girasol –lo que además beneficiaba a la industria ganadera–. De esta manera, en estos años el consumo de aceite de oliva disminuyó, repuntando en los años 90.

Pero la dieta mediterránea sigue teniendo un gran valor como modelo de referencia. La Fundación Dieta Mediterránea ha actualizado la pirámide para nuestro estilo de vida: “Una o dos raciones por comida, en forma de pan, pasta, arroz, cuscús u otros. Deben ser preferentemente integrales ya que algunos nutrientes (magnesio, fósforo, etc) y fibra se pueden perder en el procesado.
 Las verduras deberían estar presentes tanto en la comida como en la cena, aproximadamente dos raciones en cada toma. Por lo menos una de ellas debe ser cruda. La variedad de colores y texturas aporta diversidad de antioxidantes y de sustancias protectoras.”

Pinchando aquí podéis acceder a la
pirámide y al decálogo asociado que
ha elaborado la Fundación Dieta
Mediterránea.

¡Salud y buenos alimentos!