Nuestro compañero Abel Esteban comparte en EL SALTO un proyecto piloto en el CEIP República de Venezuela, en Usera, Madrid, que intenta enseñar a niños y niñas alternativas atractivas a los productos ultraprocesados. El artículo presenta algunos resultados de este GastroLAB piloto, desplegado en uno de los barrios de la capital más afectados por la obesidad infantil.

Peques felices entre ensaladas, colinabos y ralladores, combinados con juegos y lecturas. No solemos asociar la alimentación saludable con el placer, y menos entre peques o familias que ni imaginan apuntar a sus hijos e hijas a uno de esos gastro-campamentos de verano promocionados desde exitosos programas televisivos.

La dificultad para imaginar comidas saludables, coherentes con el cuidado de la naturaleza, y sobre todo, deseadas y disfrutonas, es una de las grandes victorias de las industrias que dominan actualmente el sector alimentario. Pero si somos capaces de hacerle un hueco a esta ecotopía alimentaria en nuestros imaginarios culturales, estaremos mejor preparadas para plantar cara a la crisis climática o a los bochornosos índices de obesidad y sobrepeso infantil, que se concentran en las capas de población con menos recursos. Y no hablamos de gordofobia, si no de niños y niñas con importantes carencias nutricionales, con riesgos elevados de padecer problemas de salud (física y psicosocial) en su presente y futuro, consecuencia (entre otros factores) de su mala alimentación.

Usera es uno de los cuatro distritos (todos ellos del sur) de la ciudad de Madrid considerados de “menor desarrollo” por parte de la administración municipal, en los que casi uno de cada dos menores entre 3 y 12 años presentaban en 2016 sobrepeso u obesidad (un 46,7%), frente al 34,7% en los distritos de mayor desarrollo. Y es que de acuerdo con el Estudio de la situación nutricional de la población infantil en la ciudad de Madrid, niños y niñas cuyas familias tienen nivel socioeconómico bajo, presentan casi cinco veces más obesidad que los de las familias de nivel alto.

En Usera, en el barrio de Zofío, se sitúa el CEIP República de Venezuela. En su patio no es raro asistir al despliegue cada mañana de bollería industrial, bebidas azucaradas o bocadillos de panes y embutidos cargados de aditivos e ingredientes refinados. Es en este centro donde en mayo de 2022 realizamos un proyecto piloto de aula de cocina saludable y sostenible desde la Cooperativa Garúa, con alumnado de 3º de educación primaria.

El GastroLAB fue un laboratorio vivencial en el que, de la mano de la manipulación y degustación de alimentos reales y de calidad (frescos, de temporada y proximidad, ecológicos…), promover aprendizajes relacionados con la alimentación saludable y sostenible. Los proyectos pilotos llegan hasta donde llegan: dos días de elaboración y disfrute con tres grupos de unos 25 alumnos/as. Un “aperitivo” de seis días con un resultado unánime: peques y tutoras encantadas, deseando ampliar y repetir la experiencia (¡y no era helado precisamente!).

La urgencia de una educación alimentaria eficaz

Si la educación obligatoria debería sentar las bases para desarrollar las competencias básicas para la vida, como leer y escribir, operaciones matemáticas básicas o valores que nos faciliten la convivencia en sociedad, aprender a alimentarse bien debería estar entre estos aprendizajes imprescindibles adquiridos en escuelas e institutos.

Y en teoría lo está —como parte de áreas de conocimiento o en los proyectos educativos y menús de los comedores escolares—, pero no hay más que revisar los menús de los servicios de desayuno, comedor o cafetería escolar, para concluir que la mayoría de centros escolares están fracasando en que su alumnado adquiera una cultura alimentaria saludable y sostenible.

Lamentablemente, el estatus que le damos a la comida en otros contextos como elemento de disfrute y celebración, como ingrediente básico de identidades territoriales, culturales o familiares, incluso como símbolo de estatus (y postureo), apenas traspasa las puertas de un colegio. Y si lo hace, raro que no sea en forma de menú fast-food para celebrar el final de un trimestre o curso.

Desde el programa Alimentar el Cambio de la Cooperativa Garúa promovemos una cultura alimentaria saludable y sostenible entre alumnado, familias, cocineras, monitoras o responsables de comedor. Hemos ayudado a implantar importantes innovaciones en muchos comedores escolares, pero también hemos encontrado importantes limitaciones.

Una de las principales sería la dificultad de llegar a personas que apenas participan en actividades voluntarias o consultan nuestros materiales, porque sus vidas precarias les dejan pocas oportunidades para, por ejemplo, participar en la escuela de familias de un AMPA.

Otra limitación no menor es la dificultad para intervenir de manera eficaz con el alumnado (y su profesorado), cuyos patrones alimentarios siguen la tendencia generalizada de nuestra sociedad: alimentarnos cada vez peor, y peor según avanzan las generaciones, alejándonos de la dieta mediterránea (y otras tradiciones gastronómicas previas a la hegemonía del ultraprocesado). Hacen falta muchos recursos, voluntad y una compleja coordinación de horarios y espacios para poder desarrollar intervenciones en el ámbito escolar que lleguen a una mayoría del alumnado y que vayan más allá de la anécdota.

Y es que el comedor escolar está muy lejos, salvo contadas excepciones, de ser un espacio educativo. El alumnado tiene en él, salvo contadas excepciones, un rol absolutamente pasivo; y los tiempos y condiciones físicas hacen casi imposible el disfrute de la comida: niveles de ruido insoportables en salas sin acondicionamiento acústico, o tiempos de comida muy cortos al tener que ofrecer varios turnos para atender a todo el alumnado. Y sobre todo, el abandono institucional de un servicio imprescindible para la conciliación. A pesar de ser una parte importante y significativa de la jornada escolar para la mayoría del alumnado, se extirpa de la planificación educativa de los centros al subcontratarse a empresas externas, con plantillas infradotadas, mal pagadas y/o poco cualificadas, presupuesto insuficiente para comprar materia prima de calidad, y coordinación precaria con el profesorado o las familias.

Del huerto escolar… ¡al aula de cocina!

La urgencia de la crisis socioambiental que atravesamos nos obliga a pensar urgentemente en formas más eficaces de promover y consolidar culturas alimentarias de salud y sostenibilidad. ¿Cómo lo hacemos en las escuelas, si sus comedores dependen de normativas que en muchos territorios no hay ninguna voluntad política de mejorar?

Los huertos escolares son una realidad en miles de centros, y en cada vez más casos, han alcanzado una fase de madurez, en la que además de aprender a cultivar (¡cultivando!) se trabajan otros aprendizajes y competencias. Muchos huertos escolares florecen en forma de pequeños laboratorios agroecológicos abiertos a toda la comunidad, lo que es especialmente importante en entornos urbanos y periurbanos tan alejados de la cultura agraria.

Si hemos sido capaces de incorporar en los centros educativos la experiencia práctica del cultivo —el eslabón de la cadena alimentaria más alejada del día a día de la mayoría—, ¿cómo podemos seguir permitiendo, en centros educativos donde se desayuna, almuerza, come o incluso merienda, la ausencia de espacios vivenciales para aprender a cocinar y alimentarnos bien?

El objetivo de esta experiencia es motivar al alumnado mediante la elección de recetas atractivas pero sencillas, dándole todo el protagonismo al ser ellos y ellas quienes preparan (lavan, pelan, cortan, rallan…) un amplio abanico de ingredientes saludables, entre los que podrán elegir posteriormente al montar su plato. Por algún sitio hay que empezar, así que en el marco del proyecto Alimenta Futuro planteamos el GastroLAB como experiencia piloto, con el objetivo de motivar al alumnado mediante la elección de recetas atractivas pero sencillas, dándole todo el protagonismo al ser ellos y ellas quienes preparan (lavan, pelan, cortan, rallan…) un amplio abanico de ingredientes saludables, entre los que podrán elegir posteriormente al montar su plato. Y hacerlo desde el trabajo en equipo, porque la alimentación es el mejor ejemplo de interdependencia (desde que nacemos hasta que morimos, nuestra alimentación depende de otras personas) y ecodependencia (son los ecosistemas, los ciclos del agua, el carbono o el nitrógeno, la biodiversidad…. quienes nos proporcionan los alimentos).

Seleccionamos recetas sencillas y apetecibles, elaboradas íntegramente por el alumnado, y basadas en ingredientes crudos y algunas conservas para reducir los riesgos vinculados a los fogones. Brochetas de frutas de temporada, wrap saludable, ensalada… ¡de legumbres! y batido de frutas (maduras y feas). Al no tener aula de cocina, transformamos durante unas horas el comedor de la escuela en laboratorio gastronómico. Fue una intervención más bien corta en el tiempo, posible gracias la complicidad del equipo directivo, cocineras y tutoras; y muy satisfactoria, motivadora y… ¡reveladora!.

Muy por encima de nuestras expectativas

Frente a la creencia popular, negamos aquello de que a la mayoría de peques no les gustan las verduras, hortalizas o ensaladas. Al menos no es lo que vimos en ninguno de los tres grupos, que comieron apasionadamente sus ensaladas de legumbres a las 10h, repitiendo en muchos casos una y hasta dos veces, probando diferentes mezclas. La clave: elaborar en un ambiente de disfrute colectivo, pudiendo elegir entre variedad de ingredientes de muchos colores, formas o sabores… y saludables.

Y esto también funcionó con quienes explicitaron que “nunca he probado el tomate” o “la única fruta que me gusta es el plátano”, ejemplos de la cultura alimentaria industrial (ultraprocesados, fast-food, platos elaborados…) dominante entre clases populares, en las que muchos/as peques apenas tienen contacto con frutas frescas, o apenas comen verduras escondidas en salsas, bases de guisos, o vete a saber qué ultraprocesados. El GastroLAB creó unas condiciones propicias para que estos niños y niñas (rodeados de sus iguales, todos/as protagonistas y muchos/as disfrutando y motivados a probar) no solo accedieran a probar nuevos ingredientes, si no a montar su brocheta con otra fruta además del plátano, o disfrutar de su ensalada multicolor sin tomate pero con otras hortalizas.

Pero más allá de estas vivencias positivas en materia de hábitos alimentarios, las tutoras resaltaron el carácter integrador de alumnado muy diverso en el GastroLAB. Y es que, aquellos alumnos y alumnas con dificultades para encontrarse a gusto en las dinámicas habituales de aula o patio, y cuya conducta a menudo resulta conflictiva, se integraron de maravilla en las sesiones de cocina. Así, el aula de cocina podría resultar un espacio facilitador para que alumnado con esas dificultades aprenda matemáticas, conocimiento del medio, lengua…

Desde la cocina… con amor.

El potencial de un aula de cocina para diseñar programaciones que combinen aprendizajes de diferentes áreas de conocimiento es inmenso, tal y como se está haciendo con algunos huertos escolares. Ampliar ese ejercicio con un aula de cocina sería… ¡la creme de la creme! Si además pensamos en el alumnado de institutos, etapa en la que arranca de verdad la autonomía alimentaria del alumnado, la educación alimentaria toma si cabe mayor importancia. Alumnado bombardeado por la publicidad de la industria ultraprocesada, que en muchos casos come solo en casa después de las clases, y maneja presupuesto para comida y bebidas, a modo de ejemplo, en cafeterías de los propios institutos con una oferta… infame.

Recientemente leí un estimulante artículo del antropólogo Paco Herrero, “Los comedores escolares y la fantasía” . Terminamos este artículo con un fragmento que espero os abra el apetito, padres y madres, profesorado, chefs o directores/as de escuelas e institutos que habéis llegado hasta aquí, de imaginar cómo crear un aula de cocina en vuestro centro, y qué primeros pasos dar. Quienes ya lo hemos saboreado… ¡nos apuntamos a vuestra aventura!

“Imaginad una escuela en la que su cocina fuera su lugar central, su corazón. Una cocina grande, molona, bien equipada, que permitiera la presencia, la participación y el protagonismo de los niños y niñas y de los profesores y profesoras en la elaboración de alimentos. Preparando juntos menús divertidos, ricos, descubriendo nuevos sabores, platos multiculturales, juego y disfrute. Una cocina-aula que facilitara también el encuentro y la colaboración en las tareas de recogida y limpieza. Una cocina habitable y habitada”.